lunes, 7 de febrero de 2005

Loyola.

Tras el paseo de la mañana bordeando el mar y las ruinas de Ampurias í­bamos algo apurados por la hora de la comida, pero decidí­ parar en una "poterie" de la carretera. Buscaba algunos bellos contenedores para los cactus pequeños.

Una voz suave, cautivadora, me detuvo a la entrada: "Esto no es tuyo". "¿Cómo?", respondí­. La voz provenía de una deliciosa rubia de abundante cabellera y atractivos ojos y sonrisa. "Pues, entonces ¿de quién es?". "Es mío", me respondió mientras exhibía un recipiente de forma cilíndrica. Urgido por las prisas me alejé mientras contestaba musitando: "Ya me suponí­a yo algo de esto..."

La volví­ a encontrar a la salida y entonces, aliviado ya de la urgencia y con un cierto deseo de hacer acto de contrición, le pregunté: "Bueno, cómo te llamas". No entendí­ la respuesta la primera vez, así­ que insistí­: "Ah, Loyola". Y a partir de ahí­ se reanudó una conversación en la que no era desde luego yo el que llevaba la voz cantante. Con un genuino desparpajo iba conduciéndome en andas de sus preguntas, de sus afirmaciones, de sus sugerencias...

Tras despedirme me crucé con los jóvenes padres de Loyola y en la faz de ella, de su madre, habí­a una sonrisa amplia, condescendiente, triunfal.