Loyola.
Tras el paseo de la mañana bordeando el mar y las ruinas de Ampurias íbamos algo apurados por la hora de la comida, pero decidí parar en una "poterie" de la carretera. Buscaba algunos bellos contenedores para los cactus pequeños.
Una voz suave, cautivadora, me detuvo a la entrada: "Esto no es tuyo". "¿Cómo?", respondí. La voz provenía de una deliciosa rubia de abundante cabellera y atractivos ojos y sonrisa. "Pues, entonces ¿de quién es?". "Es mío", me respondió mientras exhibía un recipiente de forma cilíndrica. Urgido por las prisas me alejé mientras contestaba musitando: "Ya me suponía yo algo de esto..."
La volví a encontrar a la salida y entonces, aliviado ya de la urgencia y con un cierto deseo de hacer acto de contrición, le pregunté: "Bueno, cómo te llamas". No entendí la respuesta la primera vez, así que insistí: "Ah, Loyola". Y a partir de ahí se reanudó una conversación en la que no era desde luego yo el que llevaba la voz cantante. Con un genuino desparpajo iba conduciéndome en andas de sus preguntas, de sus afirmaciones, de sus sugerencias...
Tras despedirme me crucé con los jóvenes padres de Loyola y en la faz de ella, de su madre, había una sonrisa amplia, condescendiente, triunfal.
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